Extranjero en Bizancio

Una llamada desde la esquina mientras paseas por el lado malo de la bahía de Bizancio, un empujón que te quite la ceguera, un vaso de zumo de uva recién exprimido, alguna que otra sonrisa forzada acompañando a un saludo. O te vuelves abstemio, o te vuelves borracho.

El rey te pide objetivos incumplibles para tu ánimo, la biblioteca de Alejandría ardió hace poco, lo único que deseas es que el águila que te han regalado te lleve con sus garras lejos. La túnica está manchada de la sangre de tu pasado; volviste rompiendo puertas y umbrales con estrépito y lo único que quedaba por hacer era apuñalarlo. Hay que ser más discreto.

El muecín llama a la oración desde Santa Sofía y tu cabeza clama por el silencio, por el estancamiento. Los murciélagos, ratas encantadas, que por la noche pasearon por encima de donde tú estabas delinquiend, anunciaron con el batir de alas que pronto llegaría tu escarnio. Solo tú sentiste, por eso el rey te hace un encargo que no puedes llevar a cabo.

Los niños juegan con piedras y contra gaviotas, ríen crueles, los miras y meditas; tampoco fue tan grande el ensañamiento. Pero eso de que el tiempo pone a cada uno en su lugar es mentira. Miras de nuevo hacia la bahía, en el agua turbia, gris, fría del lado malo, tu reflejo te devuelve tus propios ojos. Oyes botas de guardia contra el empedrado, y corres. Mañana por la tarde estarás de nuevo paseando, y golpeando, rompiendo el agua con los puños, como si ella tuviera la culpa de todo. Tal vez esa noche duermas. Y que te despierten cuando todo haya pasado.

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De entierro por sorpresa

A un saltamontes le han cortado las patas traseras y lo han soltado en la playa. La bombilla de la mesa de noche se ha fundido, la prostituta se limpia la boca y se le corre el pintalabios rojo. El soldado lleva una maleta llena de cenizas, y mis pulmones agonizan en una esquina llenos de absenta y recuerdos.

La farola marchita nos alumbra a los dos, a los tres, a los cuatro, a mi botella sin fondo, hasta las siete de la mañana, cuando pasa un cortejo fúnebre. Caminan y se tambalea el féretro ante mi mirada extrañada, al ritmo de la sirena de un buque sin nombre. El muerto se levanta y me mira, también al soldado y a la prostituta, que está en la ventana.

Yo tiemblo y reviento la botella de la dama verde contra la acera; todo de demasiado. El saltamones ha conseguido saltar y acompaña al poeta en su féretro.

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Última acción

Eras pura discreción cuando te vio volando sutil entre los papeles de la biblioteca.
Puro nervio cuando el torpe de tu compañero volcó la pila de legajos milenarios, porque llevaba las manos ocupadas por cafés.
Eras pura sorpresa ante la ilustración, de vete tú a saber qué, en Dios sabe que libro, que se reveló dorada y polvorienta iluminando tu rostro.
Pura coincidencia, maniobra del reloj, que se retrasó a sabiendas, para que tu compañero volcara también los cafés, marrones, humeantes, que sólo bebías en sueños, encima de los legajos. Así tuviste que atenderle.
Era pura desazón cuando se acercó tímidamente al mostrador de madera extraterrestre, eras puro esmero en disimular tu enfado.
Fuisteis puro rayo, al estirar tratando de arrancarle sutilmente el libro, que te entregaba sin quererlo, de sus manos.
Eras pura ilusión cuando estampó su nombre con tinta ajena, no sabías que se desangraba en tus manos.
Puro conocimiento cuando le contaste sobre los puentes más antiguos, hermosos y altos de tu dorada ciudad, como los polvos de la ilustración.
Era tu compañero pura sorpresa, mudo ante la evidencia, mudo de por vida, tú no te dabas cuenta de lo que estabas haciendo.
Era pura tristeza cuando atravesó los cristales, perdida la última esperanza, el último remedio. Estampada la última firma.
Eras pura ignorancia, cuando metiste el libro en el carrito, sin saber que en él alguien se dejaba la vida, entre sus hojas, olvidada, fuera de catálogo, nunca nadie la leyó, una nota de suicidio.

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Azul eterno para una perra

La perrita lloriqueaba sin parar todas las noches. Temía que le acabaran echando del vecindario por culpa de su nueva mascota. Al principio se mostraron comprensivos, porque, ¿quién no ha tenido alguna vez un cachorrillo? Y todos sabían que tarde o temprano se acaban acostumbrando. Pero aquella no. Aquella parecía tener pánico por la noche, y durante el día, cuando recuperaba las horas de sueño perdidas, (qué jodida, ella sí podía echarse largas siestas), sufría terribles pesadillas que le hacían emitir molestos gruñidos.

Una tarde, mientras miraban los dos juntos ponerse el sol en un acantilado, la perrita le confesó, solo con su mirada, que por las noches veía aquellas sombras, aquellas nieblas, que nadie más podía ver. Normal, terminaba acojonada.

Los vecinos terminaron hartos, la comprensión se fue transformando en resignación, y poco a poco empezaron a llegar las quejas. Primero cordiales, en el rellano de la escalera, al girar la esquina, en la verdulería. Al final, «oficiales»: presidente de la comunidad de vecinos con el papel en mano. Pero la cachorro seguía viendo, oliendo y oyendo lo que nadie más podía. Incluso, aunque solamente fuera por empatía, empezó a verlo él también.

Sacrificarla no era una opción, abandonarla, jamás. Acto inhumano. Entregarla en adopción…¿a quién? ¿Quién la querría? «Con semejante don», le decía en los atardeceres, en los que la perrita se negaba a bajarse de su regazo, «podrías ser de ayuda, o incluso hacerte rica, si fueras una humana». Pero no lo era, sólo era una «perra cansina que nunca callaba».

Y como aquellos quejidos y gruñidos llegaban cuando era noche cerrada, el dueño devoto encontró la solución. Una noche asaltó el almacén de una tienda de bricolaje, cargó en la furgoneta todos los botes de pintura azul cielo que encontró, y transformó la cúpula celeste para siempre. La perra nunca más volvió a quejarse. La gente nunca más volvió a dormir.

Es la historia de cómo la humanidad se volvió insomne.

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Echar raíces, para echar a andar.

Y entonces comprendí la curvatura, la dirección de las calles de detrás de la iglesia. Cuando se abrió el cielo entre los andamios tirados en el suelo y el ratón se escondió, asustado por las campanas que daban las once, por la canalera de aquel corral. Fue un momento de conjunción extrema en esa noche de calentamiento del clima en el que todos los flujos se encontraron en las esquinas que me rodeaban, en todas y cada una de las esquinas del pueblo donde, con un suspiro que duró veinticinco años, eché raíces. Para empezar a andar. Y bajo la mirada del ratón escondido, eché a andar.

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Un buen accidente

La culpa del golpe contra mi coche la tuvo ella, que se saltó un stop. Pero con esos ojos, esas botas altas y ese «espíritu santo» que se gastaba, no me importó disculparle, tranquilizarle, e incluso asumir yo las culpas. Pensaba que, bien manejada la situación, valdría la pena.

Cientos de cafés y copas, cinco hoteles, dos casas, ocho viajes, un perro y un niño recién nacido después, sé que sí mereció el engorro. Incluso pagar cientos de euros de multa y mentir a las autoridades para conseguirlo. Nunca se sabe por qué cruce te puede venir el beneficio.

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