Una llamada desde la esquina mientras paseas por el lado malo de la bahía de Bizancio, un empujón que te quite la ceguera, un vaso de zumo de uva recién exprimido, alguna que otra sonrisa forzada acompañando a un saludo. O te vuelves abstemio, o te vuelves borracho.
El rey te pide objetivos incumplibles para tu ánimo, la biblioteca de Alejandría ardió hace poco, lo único que deseas es que el águila que te han regalado te lleve con sus garras lejos. La túnica está manchada de la sangre de tu pasado; volviste rompiendo puertas y umbrales con estrépito y lo único que quedaba por hacer era apuñalarlo. Hay que ser más discreto.
El muecín llama a la oración desde Santa Sofía y tu cabeza clama por el silencio, por el estancamiento. Los murciélagos, ratas encantadas, que por la noche pasearon por encima de donde tú estabas delinquiend, anunciaron con el batir de alas que pronto llegaría tu escarnio. Solo tú sentiste, por eso el rey te hace un encargo que no puedes llevar a cabo.
Los niños juegan con piedras y contra gaviotas, ríen crueles, los miras y meditas; tampoco fue tan grande el ensañamiento. Pero eso de que el tiempo pone a cada uno en su lugar es mentira. Miras de nuevo hacia la bahía, en el agua turbia, gris, fría del lado malo, tu reflejo te devuelve tus propios ojos. Oyes botas de guardia contra el empedrado, y corres. Mañana por la tarde estarás de nuevo paseando, y golpeando, rompiendo el agua con los puños, como si ella tuviera la culpa de todo. Tal vez esa noche duermas. Y que te despierten cuando todo haya pasado.